Entre la Cruz y la Resurrección: el adiós del Papa Francisco

No se mide el amor por su perfección,
sino por el valor de intentarlo aún a riesgo de equivocarse.




Cuando las últimas notas del "Aleluya" pascual aún resonaban en las basílicas del mundo, la noticia de la muerte del Papa Francisco llegó como un susurro providencial. No era un adiós, sino el cumplimiento de aquella promesa que él mismo predicó incansablemente: que la muerte es sólo un tránsito hacia el encuentro definitivo. En este momento donde la Iglesia celebraba la victoria de Cristo sobre el sepulcro, su siervo fiel era llamado a participar plenamente de ese misterio. 

El amor vencio, y aunque el mal aun este presente ya no tiene dominio sobre quienes acogen la gracia de la resurrección


Su pontificado no fue perfecto —¿y cuál lo es?—. Como todo hombre, Francisco tropezó. Sus palabras no siempre fueron claras como el mediodía; sus gestos, a veces, más sutiles que contundentes. Hubo momentos en que sus declaraciones generaron más preguntas que respuestas, y decisiones que dividieron más que unieron. Pero precisamente en esta humanidad radicó su autenticidad. No era un teólogo de escritorio puliendo cada frase hasta la perfección académica, sino un pastor que prefería el riesgo de la proximidad al resguardo de la distancia protocolaria. Y debo contar que esto fue algo que me costo entender.


Su grandeza no estuvo en la ausencia de errores, sino en la valentía de reconocerlos y convertirlos en impulso hacia la verdad. Cuando enfrentó el cáncer de los abusos dentro de la Iglesia, no lo hizo por cálculo político o por seguir la corriente del momento, sino con la firmeza de quien enciende una antorcha en la oscuridad más espesa. En ese acto —duro, dolorosamente necesario— vimos a un pastor dispuesto a mancharse las manos con el barro de la vergüenza institucional para limpiar, con justicia y compasión, las heridas más profundas. Fue un proceso imperfecto, como todos los procesos humanos, pero marcó un punto de inflexión histórico. 


Hay una profunda coherencia en esta partida. El hombre que dedicó su vida a anunciar la misericordia divina abandona este mundo precisamente cuando los cristianos renovamos nuestra certeza de que el amor es más fuerte que la muerte.

Como escribió el teólogo Romano Guardini, "la Pascua no es simplemente una conmemoración, sino la actualización permanente del triunfo de la vida". 

El Papa Francisco muere en el clímax del año litúrgico, como si Dios quisiera sellar su pontificado con el sello mismo de la Resurrección, recordándonos que hasta nuestras fragilidades pueden ser redimidas.


Debo de resaltar que siempre fue ese pastor con olor a oveja, y quiso entregar cada gota de su vida al rebaño que amó con pasión. Aunque debilitado por la enfermedad, se incorporó al Via Crucis en el Coliseo, leyendo las estaciones con voz temblorosa pero firme, como quien abraza la cruz antes de dejarla. Al caer la noche, presidió la Vigilia Pascual, y en medio del incienso y el canto del “¡Aleluya!”, sus ojos irradiaron la certeza de que la luz vence a toda sombra. Y cuando el Domingo de Resurrección llegó, desde el balcón de San Pedro pronunció la bendición Urbi et Orbi con una emoción contenida:


"El amor venció al odio. La luz venció a las tinieblas. La verdad venció a la mentira. El perdón venció a la venganza. El mal no ha desaparecido de nuestra historia, permanecerá hasta el final, pero ya no tiene dominio, ya no tiene poder sobre quien acoge la gracia de este día."

 

Fue un hasta luego, no un adiós: un regalo final de esperanza para un mundo cansado. En ese instante, cada palabra suya palpitó como un eco del amor de Cristo, recordándonos que, incluso en la debilidad, la gracia de Dios puede fluir con fuerza renovadora.


Los desafíos que enfrentó fueron monumentales, y sus respuestas no siempre acertadas. La reforma financiera del Vaticano avanzó entre resistencias burocráticas; su manejo de la tradición litúrgica dejó heridas abiertas; su estilo de gobierno descentralizado a veces generó confusión. Pero precisamente en estas limitaciones podemos encontrar una lección evangélica: que la santidad no consiste en la impecabilidad, sino en la capacidad de levantarse una y otra vez, como Pedro después de sus negaciones. 


 Hoy, al contemplar su vida completa, entendemos que su verdadero genio pastoral estuvo en convertir los tropiezos en peldaños. Cuando las críticas arreciaban, él respondía con más diálogo. Cuando los escándalos amenazaban con paralizar a la Iglesia, él los enfrentaba con humildad y determinación. Como observó el cardenal Tagle, "Francisco nos enseñó que la credibilidad no se gana con discursos perfectos, sino con la capacidad de pedir perdón y empezar de nuevo". 


Ahora, mientras la Iglesia se prepara para elegir a un nuevo sucesor de Pedro, este pontificado imperfecto pero profundamente evangélico nos deja un consuelo: que Dios no espera que seamos impecables, sino disponibles; no que tengamos todas las respuestas, sino el valor de enfrentar las preguntas más incómodas. 


La muerte de Francisco en tiempo pascual parece decirnos que hasta nuestros fracasos, cuando los ponemos en las manos del Resucitado, pueden convertirse en semillas de vida nueva.

Ducktoro
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