¿Quién, en su sano juicio, regala una Biblia en un matrimonio?
¿Quién, en su sano juicio, regala una Biblia en un matrimonio?
—¿Qué es esto? —dijo la tía segunda de los novios con la expresión de quien descubre una rana en la sopa—. ¿Es que hemos perdido, como civilización, la capacidad de distinguir entre un regalo sublime y una broma de mal gusto?
Los presentes asintieron con grave indignación. Era, sin duda, el más pequeño y, por lo tanto, el más barato de los obsequios. Allí estaban los relucientes electrodomésticos, las vajillas de porcelana con un número de piezas superior a las personas que alguna vez las usarían, los sobres con cifras suficientes para comprar felicidad en cuotas. Pero este pequeño objeto —una Biblia, nada menos— no tenía cables, ni botones, ni utilidad práctica aparente. Se depositó, pues, con la solemnidad con que se entierra un error, en las manos de Eva, quien, junto con Adán, se limitó a esbozar la mejor de sus sonrisas y a depositarlo en algún rincón oscuro, pues eso es lo que se hace con las cosas que no entendemos.
Pasaron los meses y los grandes regalos se instalaron en su reino. La batidora ocupó su trono en la cocina, el televisor dictaba sus edictos desde la sala y el dinero se evaporó con la velocidad acostumbrada. Pero el pequeño libro quedó en su exilio, entre objetos que la gente no se atreve a tirar pero tampoco a usar.
Entretanto, la oscuridad se infiltraba, lenta pero inexorablemente, en el hogar de Eva. No una oscuridad visible, sino una más sigilosa: la rutina, la desesperanza, el individualismo. Las palabras dejaron de tener peso y los silencios se convirtieron en muros. La casa estaba llena de regalos, pero extrañamente vacía.
Entonces, sucedió algo inesperado, como suelen ser las cosas importantes: la hija de Eva, con esa insólita sabiduría que tienen los niños, encontró el libro polvoriento y lo puso en sus manos. Eva, sin saber muy bien por qué, lo abrió. Y al hacerlo, algo invisible pero real se movió en su interior, como si se abriera una ventana en una habitación cerrada por demasiado tiempo.
Las palabras antiguas cobraron vida; las páginas, que no prometían modernidad ni novedades, empezaron a iluminar lo que estaba roto. Eva comprendió que, en realidad, el libro nunca había sido pequeño. Lo pequeño era lo que hasta entonces había valorado.
Los días siguieron, y la tormenta cedió. No de golpe ni con grandes estruendos, sino con la paciente insistencia de la verdad. La familia de Eva no se volvió perfecta —nadie se ha salvado por serlo—, pero dejó de estar perdida. Comprendieron que la felicidad no es una meta, sino un mar en el que se nada con esfuerzo.
Hoy, de todos los regalos que recibieron, solo uno ha perdurado. No se ha roto, ni se ha desgastado, ni ha pasado de moda. Ha salvado un matrimonio y ha iluminado un hogar.
—¿Quién regala una Biblia en un matrimonio? —me preguntaron una vez.
—Pues, Mi madre —respondí mientras observaba a Eva sonreír, con una sonrisa que ningún electrodoméstico podría haberle dado.
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